Por Mariana Orozco
Hace poco más de dieciocho meses inicié un viaje a un destino que jamás imaginé. Allí me recibieron con manteles largos, playas preciosas, una habitación propia y con un amor tan grande que parecía un océano.
Me dejé amar como jamás lo había hecho y amé hasta que sentí que mis huesos se vaciaron de médula y se llenaron de cariño.
Cociné muchos de mis mejores platillos, solté muchas de mis carcajadas más sonoras, lloré algunas de mis lágrimas más sentidas, dormí muchas de mis horas más profundas y soñé que lo podía ser y hacer todo.
Pero los viajes terminan siempre, para que los añoremos y queramos que se repitan sin darlos por sentado.
Estoy empacando mis maletas —físicas y emocionales— para dejar el lugar y a la persona que fue mi casa y mi refugio. Estoy viendo los souvenirs que me llevo, los recuerdos y las fotos que tomé, el cariño a manos llenas, los atardeceres, los olores, los abrazos y las palabras que inventamos o resignificamos para hablarnos en…
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