La mente fascista
La apertura a los otros es el prerrequisito de la humanidad en todo el sentido de la palabra
Fui una niña con buenas calificaciones y mala conducta. En realidad era distraída, hablaba mucho y me aburría en algunas clases. Las monjas con las que estudié durante la infancia y la adolescencia valoraban la obediencia por encima de todo, así que nunca fui la consentida de ninguna de ellas, entregadas a la fe y a salvar sus almas pecadoras. Siempre estuve lejos de las niñas modelo que vigilaban el salón de clases cuando los profesores salían, que tenían cuadernos impecables y que siempre guardaban silencio. En mi casa, un hogar de clase media en la colonia Roma, tampoco había lugar para disidencias de opinión ni de forma de ser. Mi padre, un hombre de su tiempo, estaba convencido de tener la verdad sobre cómo deberíamos vivir nuestras vidas. Con frecuencia utilizaba la frase “estás mal”. Era normal que me llamara tonta de vez en cuando y que opinara sobre mi peso o forma de vestir. Sospecho que mi padre sostenía un monólogo agotador consigo mismo y me trataba como se trataba él mi…
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