Era septiembre del 2020, después de haber pasado meses encerrada en casa, cumpliendo la cuarentena como si se tratara de un juramento, decidí salir.
Mi destino no era el de una emergencia médica, ni comprar víveres para mi familia, tampoco mi lugar de trabajo. Me encaminé hacia las recientemente tomadas instalaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en la calle de República de Cuba, en el Centro Histórico.
Días antes, una víctima se había atrincherado en las oficinas de la CNDH, y grupos feministas que la acompañaban desde afuera le pasaban comida por la ventana. Una de las mujeres solicitó al guardia permiso para ir al baño, y en pocas palabras, así fue como terminaron tomando todo el edificio.
Con tenis, jeans y cubrebocas me permitieron pasar, no llevaba cámara, micrófonos, ni nada que diera pistas sobre mi trabajo. “Nada más no hagas muchas preguntas, porque te van a sacar”. Mi primera parada fue la cocina, que ya se había hecho célebre cuando exhibi…
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